Vermeers para los nazis.

Babelia ofrece un fragmento de ‘El expolio nazi’ , del profesor Miguel Martorell, sobre el enloquecido mercado artístico de la Europa dominada por el Tercer Reich, donde proliferaron los fraudes artísticos ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros flamencos, italianos o neerlandeses.

EL FALSIFICADOR EN SU LABERINTO

Pintor correcto, cuya obra original estaba impregnada de un tono simbólico y místico, Han van Meegeren era un hombre resentido porque apenas cosechó éxito a lo largo de su vida. Vermeer fue redescubierto a mediados del siglo xix por el historiador del arte Téophile Thoré, quien escribió en 1866 la primera monografía sobre el pintor. Pero a comienzos del siglo xx su obra se revalorizó hasta alcanzar los precios de Rembrandt, y en el periodo de entreguerras descubrir un Vermeer era para cualquier marchante como hallar el Santo Grial. En los años veinte y treinta aparecieron en el mercado numerosas obras a su estilo, retratos o pinturas de género, falsificaciones o cuadros de época retocados para aparentar que habían salido de su mano.

Alguno de ellos procedía del pincel de Van Meegeren. Friedländer lo avaló en su momento, y la autoría real de Van Meegeren no se descubrió hasta los años cincuenta. Como observó en 1968 Theodore Rousseau, que a estas alturas ya no era el joven oficial de la OSS que perseguía a Alois Miedl al final de la guerra, sino el reputado conservador jefe del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, Van Meegeren, mediocre al pintar en su propio estilo, tuvo un arranque de genialidad cuando lo hizo como si fuera otro. Sentó las bases del nuevo estilo con La cena de Emaús, que elaboró entre 1936 y 1937, cuyo descubrimiento subyugó a marchantes, coleccionistas y directores de museo de todo el mundo, y que adquirió el Museo Boijmans de Róterdam en 1938 por algo más de medio millón de florines.

La última fue Cristo y la adúltera. Desmanteló la impostura en julio de 1945 Joseph Piller, un oficial del ejército neerlandés. Antes de hacerlo público, consultó a varios expertos. El rumor que circulaba hasta la fecha en el mundo del arte era que Van Meegeren, con ayuda de algún cómplice, habría robado los cuadros a un mismo coleccionista.

Pero si existían dudas acerca de si Van Meegeren era o no un ladrón, pocos cuestionaron que las pinturas fueran de Vermeer. Hasta el punto de que Van Meegeren, un fascista radical que respaldó a los nazis durante la ocupación, fue acusado de colaboracionista tras la guerra por vender al Tercer Reich obras maestras del patrimonio pictórico neerlandés. Con el fin de evitar la cárcel, el falsario reconoció que los Vermeer de la etapa bíblica que había colocado en el mercado eran obra suya, un auténtico fraude. Pero el engaño era de tal calidad y tantos expertos habían caído en la trampa que, para su desesperación, casi nadie le creyó o –‍al menos‍– reconoció creerle porque la reputación del mundo del arte neerlandés, que había festejado cada nueva aparición, estaba en entredicho.

Pocos estaban dispuestos a reconocer que aquel falsificador excepcional había conseguido engañar a historiadores y críticos de arte, marchantes y galeristas, directores y conservadores de museos.

MORRALLA

Van Meegeren era un maestro de la impostura. Pero otros muchos fraudes de peor calidad proliferaron en el enloquecido mercado artístico de la Europa dominada por el Tercer Reich. Y no faltaban expertos dispuestos a ganar un dinero extra avalando cualquier mixtificación. Las falsificaciones son producto del mercado.

«Si no hubiera un mercado del arte no existirían los falsificadores», observa en 1976 la pintora Edith Sommer en una escena de F for Fake, la película de Orson Welles sobre el falsificador Elmyr de Hory. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron una plaga. «En el mercado francés del arte –‍consignaba en diciembre de 1943 un corresponsal de The New York Times‍– abundan las falsificaciones. Numerosos fraudes han acabado en las colecciones privadas de los nazis».

París estaba «atestada de falsificaciones», reiteraba un informe aliado. No solo compraron fraudes sobre pinturas que encajaban en el canon oficial nazi. Las pinturas de este último «alcanzaban precios altísimos en todo el planeta y, obviamente, resultaban muy fáciles de falsificar». Fuera por amor al arte, por invertir en valores sólidos o por asegurarse un futuro tranquilo, los invasores se mostraban ansiosos por comprar.

E imbuidos de aquella ansiedad impregnada de codicia, puestos a adquirir sin tasa ni control, recibieron un número considerable de copias, fraudes e imposturas. Las autoridades alemanas fueron conscientes de este aluvión y llegaron a establecer en 1943 una Oficina Central para combatir las falsificaciones artísticas, organismo que no sirvió de nada. Salvo notorias excepciones, muchos eran trabajos burdos, mediocres, pues como observó en 1944 el historiador y crítico de arte Marcel Fischer, en época de paz, cuando hay tiempo para reflexionar y analizar una adquisición con calma, el falsificador debe hacer un esfuerzo mayor por convencer a sus posibles clientes y los fraudes suelen ser de mayor calidad. Todo cabía en el delirante mercado europeo durante la guerra, plagado de nuevos ricos que deseaban invertir su fortuna en un valor seguro como el arte, pero que carecían de un gusto refinado y del conocimiento suficiente como para distinguir una obra maestra de una maula.

O de coleccionistas inexpertos sin criterio que se las daban de entendidos y estaban dispuestos a pagar una fortuna por un cuadro bonito o resultón. Almas-Dietrich poseía una pequeña tienda de alfombras y obras de arte de segunda categoría en Múnich y consiguió introducirse en el entorno de Hitler. «Esto demuestra una vez más lo importante que es en el futuro estudiar muy cuidadosamente todas las pinturas antiguas».

Resumen del texto original de: Miguel Martorell para El Pais